Introducción


Es evidente que las condiciones de hoy nos indican que las habilidades de pensamiento son más decisivas que en cualquier época histórica anterior. Los conocimientos acumulados, y los que se generan a diario, sobrepasan la capacidad de memoria de un humano, por lo que resultan más imprescindibles las habilidades para aplicar con eficacia esos conocimientos.

La moderna sociedad (llamada posmoderna, posindustrial, globalizante...) se caracteriza por el empleo de diversos, y cada vez más elaborados, mecanismos de influencia sobre nuestras vidas, cuyo alcance puede abarcar desde los más ingenuos propósitos, como convencernos de que consumamos determinado producto de moda, hasta cuestiones mucho más profundas que pueden afectar importantes áreas de decisiones personales. En un mundo así, la necesidad del pensamiento crítico se convierte en una urgencia. La educación de un pensamiento intencionado, reflexivo, y orientado hacia objetivos, es una exigencia de la sociedad actual. Aunque el “aprendizaje de mantenimiento” (Nikerson y otros, 1990), es decir, aquel dirigido tanto a la adquisición de reglas, perspectivas, y métodos para hacer frente a situaciones concretas y constantes, como a aumentar la capacidad para resolver problemas ya existentes, seguirá siendo indispensable, no va a resultar suficiente. Se aboga por el “aprendizaje innovativo” como una necesidad para la supervivencia a largo plazo; éste, a diferencia del otro, somete a examen los supuestos, incluso los más arraigados, busca nuevas perspectivas, y tiene un lugar relevante cuando se trata de prever los cambios, y del enfrentamiento y solución eficaz de problemas nuevos.

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